para estúpidos

20.11.06

El camino a Santiago

A Gaby y Miguel

Si usted decide visitar la ciudad de Santiago de Compostela, piense, en primer lugar, que tarde o temprano habrá de hacerse con un paraguas, y que, una vez allí, no podrá despegarse de él. No habrá comprobado hasta aterrizar en Santiago lo imprescindible que le resultará dicho instrumento, de tal manera que además de coger las llaves, meter unos cuantos billetes en la cartera y colocarse el mejor abrigo que haya llevado, su pensamiento dirá "paraguas" al despertarse, al mirar por la ventana e incluso después de unos cuantos chupitos de licor-café.


Supere la resaca y acérquese al cementerio Domingo de Bonaval: una inmensa y minimalista sucesión de rectángulos blancos lo confundirá de tal manera que no sabrá, más que por el incesante desplazamiento de las nubes, allá arriba, que el tiempo sigue su curso. Pero tenga cuidado con las cousas dos mortos.


Se dice que la Santa Compaña se pasea en noches de luna nueva por la humedad de los bosques gallegos. La identificará detrás de las babas resplancedientes de la lluvia, y sepa que viene a buscarle. Si por un descuido inoportuno ha visto al fantasma, los expertos recomiendan echarse al suelo de forma inmediata. Y es cierto que en Santiago se ven cosas extrañas: cómo explicar, si no, algunos curiosos acontecimientos captados por esta cámara doméstica.






Si he logrado inquietarle, no se preocupe: recuerde que siempre le quedará el Santiago monumental, la magnífica catedral en la plaza de Obradoiro, las callejuelas del casco antiguo, unos ricos pulpitos y unos buenos amigos.







© Fotografías de Gabriela Oggero

4.11.06

Ser una libélula


El elefante pisa, da un solo paso y ya comienzan a temblarles las carnes, ¡le tiemblan tanto!; toda esa flaccidez de grasa y fluidos que se mueven desenfrenadamente, alocadamente, tanto que no puede hablar mientras camina porque comienza a temblarle también la voz, de tal manera que resulta incomprensible todo lo que dice. Da un paso y espera la quietud, y recién entonces se atreve a dar el siguiente.

El elefante llora con las lágrimas de un cocodrilo, llora y siente temblar sus lágrimas cuando camina. Llora porque es un elefante y ama las libélulas. Las libélulas son hermosas y delgadas, por eso pueden volar. Y el elefante tiene miedo de no poder volver a ser la libélula que era antes de conocerse las grasas y las tembladeras.
Camina y grita de un lado para el otro y dice: ¡Quiero ser una libélula! ¡Una libélula, una libélula! Quiere ser una libélula y no sabe cómo conseguirlo. No sabe ahora, porque sabía y le salía muy bien.

Para ser una libélula hace falta equilibrio. En realidad, y ahora se da cuenta, jamás supo hacer equilibrio. Pensaba que lo hacía pero se tambaleaba, lo que pasa es que ahora es más sensible y siente el temblequeo. Ahora es un enorme elefante, un elefante enormemente grasiento, fluidoso, pesado, que da pasos de esos que ya conocemos. Pasos de elefante, cómo van a ser. Pero las libélulas parecen otra cosa. Lo malo es que cada vez es más difícil ser una libélula. Ser libélula ahora requiere no se sabe qué: si lo supiera, no andaría a los gritos pidiendo serlo. Ser una libélula.

Las libélulas suelen ser felices, piensa el elefante, y le tiemblan las piernas. Cuando vuelan, pasan por encima de las cosas y ríen y ríen sin saber por qué. Luego se acercan a las flores más bonitas, reposan junto a ellas y duermen tranquilamente y sueñan que en el mundo todas las libélulas son felices y bailan en ronda y quieren tomar zumos con azúcar o con miel. ¡Cuánta dulzura que tienen las libélulas!

© Fotografía de Gabriela Oggero

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