para estúpidos

26.7.07

Nada que escribir en verano

Abrí los ojos y me encontré debajo de la sábana. Abrí la boca e intenté despegármela de los labios y de la nariz, resoplando. Pero fue imposible. No recuerdo cuánto tiempo llevaba acostada debajo de la sábana (y me llegó a la memoria -no sin dificultad, ralentizada por el sudor que había oxidado mis neuronas- el relato de Hemingway del corredor que se adelanta al circo), quizá desde que el verano comenzó a chorrear por las paredes y desperdigar las palabras que tanto cuesta poner en orden. No podía encontrarlas. No, debajo de esa sábana. Pero el recuerdo del relato de Hemingway, la posibilidad de volver a pensar y completar analogías (la huella que la lectura había dejado allí, hasta entonces olvidada) me tranquilizó. No sólo había conseguido separar las pestañas entre sí y mirar a través de la sábana, sino que además había conseguido volver a pensar, siquiera por un momento. El necesario para despegarme de allí y desentumecer mi cerebro.
Después de comprobar que estaba anocheciendo, me he arrastrado dificultosamente hasta la cocina en busca de un vaso de agua. He conseguido ponerme de pie sosteniéndome de la silla y he respirado. O mejor: he tragado el aire, la arena. Lástima que el sabor del cigarrillo haya despertado la ansiedad de estupidez.
Al revés (ya he dicho que las palabras me han abandonado). La estupidez me retornó al cigarrillo por una relación poco arbitraria entre el humo y la arena. Cualquiera que haya introducido aire caliente por su garganta (y vale cualquier situación imaginable) reconocerá que la asociación es evidente. Bien, me dije a mí misma mientras dejaba que el humo recorriera el paladar y serpenteara entre mis dientes. Cierto señor (no encontré el nombre, pero evité el recurso borgiano de Vila-Matas de utilizar citas falsas) decía que cuando las neuronas recibían el estímulo del cigarrillo, temerosas de permanecer atontadas indefinidamente, comenzaban a trabajar de forma acelerada. Las mejores ideas, entonces, se iluminaban justo después de la primera calada del día. No era Nietzsche, claro está, quien afirmaba que la epifanía no podía llegar sino en el transcurso de un entusiasta paseo matutino.
Confusa, aplasté la colilla sin dejar de mirar los 11 gatos de mi residencia, y evitando el impulso de maullar, recorrí el pasillo arrastrando los pies descalzos y volví a cubrir mi rostro con la sábana. Comprendo la abulia de los estúpidos, me dije pensando en mí misma. Nada que escribir en verano.

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