para estúpidos

23.4.07

La espuma de la noche

La noche estaba cubierta por una nube gris que amenazaba con explotar de un momento a otro; sin embargo decidimos ir caminando y hacer caso omiso a la luz verde de los taxis, a sabiendas de que era tarde. Nos dirigíamos desde el paseo marítimo a la sala Bebop, un magnífico club de jazz de la Malagueta, donde la noche anterior Jerry Gonzalez amenizó la velada. Cruzamos el Paseo de los curas esquivando a diversos grupos de jóvenes que hacían sus botellonas tranquilos, y llegamos a la sala con una hora de retraso. En la puerta un cartel indicaba el espectáculo de esta noche: 'La orquesta de Miguel Pérez'. Al entrar nos dieron ( puesto que iba acompañado por mi querida musa, hermosa creación) dos consumiciones curiosas: tomamos dos Miguel Pérez "sin hielo, por favor" antes de entrar (entrada a 5 euros, ¡una ganga!). Luego una vez dentro nos la vimos cruda para encontrar un lugar donde disfrutar de medio concierto. Nos sentamos junto a Antonio, intelecto personificado, y junto a Fali, de quien sé, sin miedo a equivocarme, que guarda por dentro un genio suicida feliz: "soy feliz, y me voy a pegar cuatro tiros en el culo", decía mientras se movía como un barco. Por otro lado, Dani estaba en mil sitios a la vez, y cuando pensaba que estaría en la barra ya se había desplazado sigilosamente a la sala de los artista. A Dani le perseguía un teléfono móvil que no le dejaba campo libre a su oído izquierdo, "érase un móvil pegado a un hombre", y resultó que tras ese móvil, a unos kilómetros más al sur, estaba el propio Miguel escuchando todo cuanto acontecía en la Bebop. A Antonio se le agotaron las palabras para sorprender a una chica rubia que acompañaba a Fali y decidió por tirar la música por el retrete. Los músicos comenzaron a colocarse en sus respectivos lugares, y la luz se hizo más tenue, como una nube. Y comenzó al fin la música. El público gozaba, disfrutaba con las notas, el ritmo, el swing, los pasodobles, las marchas fúnebres, el cante jondo, las maracas, etc. Y la música seguía. Fali acompañaba con su excéntrica voz a cada una de las canciones, puesto que las conocía como si las hubiera cagado él mismo. La orquesta de Miguel Pérez sin su director en el escenario; sin embargo el escenario era todo Miguel, y cada uno de los músicos era una parte física de su director; una sensación mística. En la mesa se acumulaban las botellas vacías de cerveza, el cenicero repleto de colillas. Miguel pasaba de mano en mano mientras las acompasadas notas se agolpaban en nuestros tímpanos. A Fali se le ocurrió la idea de hacerse un bocadillo de piano con mayonesa; a mí no me disgustó la idea, aunque prefería unos panchos. Todo el público estaba encantados, pero no entendían nada. En el techo de la sala se agolpaban las notas musícales con doble filo, cada vez más y más; el público pedía otra canción, y otra... Estaba a punto de terminar el concierto cuando el saxo dió el último do que rompió con la constelación musical, amenazante como la nube de fuera. Lo inevitable estaba por venir: todas las notas agolpadas encima de nuestras cabezas se precipitaron al público. Nadie quedó a salvo. Nadie se salva de la música de Miguel Pérez, que siguió disfrutando de su venganza desde el otro lado. Yo, entretanto, me fui muriendo mientras tomaba el último sorbo de espuma que le quedaba a la noche y daba mi último beso a mi musa.

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