para estúpidos

28.2.07

Ludovica está en desacuerdo

Miren ustedes, bien es cierto que comenzar con una frase como ésta de cariz tan madrileño no ayuda en nada a lo que voy a exponer a continuación (ustedes entenderán el porqué a medida que continúe con mis argumentaciones –como suele suceder en todos los casos–), pero creo que es necesario que, a pesar de formar parte del equipo editorial, y a pesar incluso de que trabaje con ahínco para que finalmente nuestros lectores obtengan la satisfacción que se merecen, estoy en desacuerdo con Pascualino Editor, de quien no podemos prescindir (cosa que también se ha de reconocer), porque es el más estúpido de todos y el único que se atreve a ejercer de jefe.
Yo tengo que confesar que trabajo para él desde hace muchos años, ya he perdido la cuenta de cuántos, y que si bien es un esperpéntico ejemplar de hombre, con peluca, camisa abierta y cadenas de oro incluidas, sin quitar su desfachatez y falta de delicadeza cuando se trata de imponer su voluntad sin remordimientos, ha tenido gestos de gran generosidad para conmigo. Para ilustrar esto, y para que nadie diga por ahí que este hombrecito es un imbécil de mucho cuidado, y también incluso para despertar en ustedes cierta compasión por los hombres-bestias –que también tienen corazón–, les relataré la historia del señor Pascualino y el jamón.
Todo comenzó allá por el año 1995. Hacía varios días que en la oficina se comentaba que el señor Pascualino no sólo usaba peluca, sino que tenía por lo menos tres, que iba cambiándose para simular el crecimiento natural del cabello. Y aunque nadie osó jamás confesarlo, todos nos imaginamos cómo sería su calva, y cómo se verían sus gemelos reflejados al frotarse el cuero cabelludo (gesto que Pascualino repetía incansablemente, supongo que para comprobar que la peluca estaba en su sitio). Entonces alguien atendió el teléfono. Una conferencia de su hijo, desde Buenos Aires. ¿Que le ha picado qué? Se escuchaba gritar al viejo. ¿Un mosquito? Me acerqué al despacho en cuanto oí los gritos. Oh, dios, mi hijo está hospitalizado, un mosquito le ha picado en las piernas... ¿Cómo? ¿Como dos balones de fútbol? Hinchados como dos balones de fútbol, repitió Pascualino. Vaya, vaya, un mosquito en Buenos Aires... Y sí, dijo Pascualino, esos países tropicales... Luego cogió la tijera del lapicero y comenzó a limpiarse las uñas, el auricular apoyado en el hombro. Toma nota, Ludovica: quiero un pasaje urgente a Santo Domingo, ¿Santo Domingo o Buenos Aires?, sí, eso, Buenos Aires, urgente he dicho. Hay una persona que quiere verle. Que se espere. El señor Pascualino colgó, cogió unos papeles de su escritorio, los giró una vez, luego otra, ah, ya sé. Es el hombre del jamón. Porque hoy es el santo de no sé qué y se comen butifarras en toda Cataluña, así que te metes una butifarra entre pecho y espalda, o donde a ti más te guste, terminó su frase levantando las cejas repetidamente y pensó que era gracioso. Luego comenzó a enrojecer, levantó una mano y la otra para tocarse los gemelos de la camisa y se frotó el cuero cabelludo. Dile que pase.
El señor del jamón, como lo llamó Pascualino, ocultaba algo de forma rectangular debajo de la camiseta. Miraba al suelo. Lo acompañé por el pasillo mal iluminado que conducía de la sala de espera al despacho del editor, y lo hice pasar.
Horas más tarde, mientras me encontraba inmersa en una importante tirada de tarot, solicitada por el conocido mago Feliz, asiduo colaborador de la editorial (quien me dijo una vez que buscara mi vocación en los estudios psicológicos), el señor Pascualino me pidió que acudiera de inmediato. Llamé a la puerta. Escuché un “adelante” y luego el cuchicheo confuso que se traían estos dos, mirando de reojo hacia las paredes (en una de ellas, las fotos del mago Feliz: “Ritual a Pascualino y su editorial”). La mano de Pascualino me indicó que me acercara, mientras apoyaba uno de sus gordos dedos en la boca para indicarme que aquello era un secreto. El hombre sacó un paquete de jamón ibérico envasado por unos conocidísimos almacenes que de ingleses no tiene nada, y me lo entregó. Guárdatelo en la cartera y que no te vean, dijo con malicia. Y acompaña a este buen hombre hasta la puerta. Eso fue lo que hice, ¡y qué bueno ese jamón!

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