para estúpidos

15.2.07

Crónica de una exquisita estupidez

O exquisita crónica de una estupidez, o estúpida crónica de una exquisitez o estupidez crónica de un exquisito. En fin, dejo a su criterio, lector, el título y carácter de esta historia medio cierta que se inicia en Joaquim Costa y se termina en otro sitio.

La noche en que todo empieza no es una noche de novela: hay luna, pero no está llena, no amenazan en el horizonte ominosas nubes de tormenta y desde luego la ciudad no está sumida en espesos jirones de niebla. Es pues una noche sincera, aunque quizás, eso sí, algo más cálida que fresca.

Los actores de reparto están ya en escena. Es un viernes, claro, y Barcelona sale de fiesta. Ellos entran en el bar de siempre, al llegar cuelgan los abrigos, se sientan en la mesa que adornan poco a poco con botellas de Estrella. Son seis en total, y cuatro son pareja: dos arquitectos de a ocho euros la hora, un inspector de grúas y una restauradora. Guapos todos, jóvenes todavía, turgentes ellas y ellos con pelo, son de esos amigos que de ser de toda la vida, incluso a veces dan pena.

Los dos que quedan, cuyos rostros cubriremos por ahora con máscaras de Venecia, no son otros que el cronista y Elena. No se conocen todavía, lo harán de madrugada y por ahora frente a frente, como todos, ignorantes, lían, fuman, ríen y beben cerveza.

A veces, solo a veces, en aparte y sin atreverse apenas, él la mira: ella, está quieta. Aprovecha los momentos en que brindan para mirarla a los ojos, olvidando como un tonto la mujer que deja fuera. Pues no está solo aunque se engañe, aunque no quiera y la máscara, a él, finalmente, le sienta como la seda.

Y así pasan, entre coqueteos y alcohol, algunas horas de esa noche en general honesta. Cuando llegan de la barra los compases de la última canción –es muy tarde y el bar cierra-, él está contando para Elena una anécdota. Las parejas escuchan atentas mientras ella mira su teléfono, entre esperando y temiendo una de esas llamadas que quiebran el alma. Eso a él le desorienta, pues la mira y sigue quieta. ¿Estará escuchando? piensa. ¡Que linda boca tiene! -y pensando dice linda, el pobre.

La noche acaba en lo alto de la Rambla, casi tocando a la plaza. El sol despunta invencible desde el mar, alargando sombras y ansias, pero no quedan ni rodeos ni coartadas que puedan alargar ya nada. Él duda un instante -¿la acompaño?- pero al cabo, resuelto, resignado, cobarde o quizás borracho, con un “fue un placer conocerte” dicho como si nada, se va sin mirar atrás, alejándose hacia su casa.

Más tarde, recostado en su balcón, fumando mientras mira a la calle, piensa que ha sido un tonto, pues en el fondo hubiera querido girarse y dormir acompañado. Con gesto amargo tira entonces el cigarro, apaga las luces sin poder evitar las que filtra el alba -¿Cómo pudo hacerse tan tarde mientras la miraba?- y cansado, algo triste también, se acuesta finalmente pensando que ella duerme a su lado.

A estas alturas, con ellos soñando en barrios distintos que están en la misma cama, ya están trenzados los hilos del drama. Falta quizás desarrollar la trama y terminar con un desenlace acorde que acabe en otro sitio lo que empezó en Joaquim Costa.

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